10 de diciembre de 2020

Historia de un vuelo en Concord entre Buenos Aires y Rio de Janeiro. De Ezeiza a Galeao en 95 minutos

(Sociedad) - Historia de un vuelo experimental en 1971 a bordo de un Concorde. De Ezeiza a Galeao en una hora y 35 minutos. Buenos Aires - Rio de Janeiro a la velocidad del sonido. 

Vuelo en concord entre Buenos Aires y Rio de Janeiro
El Concorde 001 que realizó el vuelo experimental




Texto de Federico Kirbus (1931-2015). Mi tiempo como profesional en el diario La Prensa abarcó el período 1963–1976 y fue uno de los más felices y fructíferos de mi actividad periodística.

Tenía total libertad de acción. Comencé con un rincón, pomposamente llamado “página”, sobre técnica y práctica del automóvil. Pero al poco tiempo este modesto parche, cuya extensión estaba a merced de la actualidad local e internacional, creció y se multiplicó.

Ya no eran páginas, sino verdaderas secciones o fascículos de ocho páginas o más con un día fijo de aparición semanal para cada tema: Automovilismo, Arquitectura (la más importante), Ciencia y Técnica, Fotografía y Caza y Pesca.

Debido a mi estrecha amistad con el menor de los hijos de Alberto “Tito” Gainza Paz, Jorge Gainza Castro, con quien manejaba dichas páginas, tuve fluida vinculación con la familia propietaria.

Así me enteré de algunos pormenores que no habían trascendido hasta entonces al público y tal vez se desconocen hasta el día de hoy.

Como que Perón, consciente del peligro que presentaba para su gobierno una voz estentórea e independiente como La Prensa, en un principio ofreció a Gainza Paz –cosa que nunca se admitió, pero que yo supe- comprar la editorial con todo en regla.

Puesto que los Gainza se negaron a tal transacción, se inició el hostigamiento que terminó con la clausura forzada del matutino, tomando como pretexto un artículo editorial con el irritante título “Panem et Circenses”, aludiendo a alguna manifestación peronista.

Ciertamente ya no era La Prensa omnipotente y opulenta de antes, que poseía depósitos abarrotados con reservas de bobinas de papel en muchas esquinas del Bajo, San Telmo o Barracas; la de la tubería de correo neumático propia, entre el edificio central de la Avenida de Mayo y sus talleres en la calle Azopardo, para el despacho de los originales; aquella La Prensa –aunque en su edificio central se conservara esa maravillosa réplica del salón de los espejos de Versalles- donde se realizaban los concurridos eventos del Instituto Popular de Conferencias-, y la que durante décadas hacía tambalear gobiernos y volteaba ministros.

El diario de mis días con su exiguo volumen de clasificados (rubro considerado propiedad exclusiva de la familia Gainza, hasta que ese hábil y bisoño competidor llamado Roberto Noble, con su tabloide Clarín, un buen día rompió el acuerdo celebrado entre los grandes editores porteños de no ceder ante una huelga del sindicato de diareros para lanzar a la calle su hoja para acaparar a partir de entonces todo el mercado local de avisos); ese diario, por cierto, ya no era el de los días gloriosos del fundador José C. Paz y sucesores tales como Estanislao S. Zeballos, Adolfo Dávila, Eleodoro Lobos y, desde 1898 hasta su muerte en 1953, de Ezequiel P. Paz a los días finales del doctor Alberto Gainza Paz que yo conocí.

Que los tiempos iban cambiando y que ya no regía aquello de que “aquel mortal cuyo aviso fúnebre no apareció en La Prensa, no está muerto”, se veía por doquier. No hacia falta señalar la decadencia a través de episodios tragicómicos, como aquello de ciertas fiestas carnestolendas, cuando la redacción destacó a un cronista para que cubriera los pormenores del Corso de Flores (uno de los tres más importantes de la metrópoli, junto con el de la Avenida de Mayo y el de la avenida Cabildo), crónica que salió publicada puntualmente a la mañana siguiente cuajada de toda especie de detalles, solo para ser seguido al otro día por una errata porque el notero enviado había entregado su original en forma anticipada y la anunciada carnavalada se suspendió por lluvia.

Durante estos 13 años en La Prensa –me retiré coincidente con la caída de Isabelita por decisión propia al ver que mis “páginas” se achicaban cada vez más para ocupar nuevamente el rinconcito del principio– tuvimos unos cuantos aciertos periodísticos.

Eso se debió a que éramos jóvenes que nos interesábamos por temas de actualidad, y nos rodeábamos también con colegas con muchas inquietudes.

En Automovilismo creé en La Prensa el cuadro de costos por kilómetro, referencia muy consultada por viajantes como también por particulares. Adelantábamos nuevos modelos y volcábamos información técnica exclusiva que yo obtenía a nivel privado de los ingenieros de fábrica.

Aunque sin tener la mayor tirada de los tres principales matutinos, La Prensa era, eso sí, una fuente de consulta de avanzada, no sólo en política. En la redacción se estimulaba y premiaba al más capaz.

Si yo era considerado como tal o no, es difícil decir ahora. Pero un hecho significativo puede ilustrar cómo era La Prensa en esos años finales de gloria.

La llegada del Concord a Buenos Aires

Ocurre que en setiembre de 1971 llegó a Ezeiza el prototipo 001 del Concorde. El consorcio anglo-francés aprovechaba los vuelos de prueba para visitar con el ave de nariz basculante cuantos países pudiesen estar interesados en adquirir el avión para sus aerolíneas. Argentina y Brasil eran candidatos puestos. La desgracia para el Concorde fue que apareció en forma simultánea con el 747 de Boeing.

Como quiera que sea, cuando arribó el Concorde, la Aerospatiale despachó ocho invitaciones para otros tantos candidatos a fin de tomar parte en el vuelo Buenos Aires–Río de Janeiro. Puesto que se trataba de un avión experimental, el interior del fuselaje, o sea la cabina, estaba atestada de computadoras que simulaban el peso comercial.

Velo en Concord entre Buenos Aires y Rio de Janeiro
El autor de la nota, en primera fila a la izquierda. Fue uno de los dos periodistas invitados al vuelo experimental.

Solamente había diez butacas: dos para los representantes de Aerospatiale y British Aircraft, seis tarjetas fueron giradas a miembros del directorio de Aerolíneas Argentina, y dos al periodismo. Una de las poltronas fue para un representante de La Prensa y otra para La Nación (con no pocas protestas de otros medios).

Hicimos el vuelo, que describí en un comentario a pocos días del acontecimiento, pero me llamó la atención que en La Nación no se publicara nada comparable. Averigüé entonces y supe que el colega con quien volé en rigor estaba a cargo de la sección Culto Católico, y que sobre él había recaído la designación porque entre los colegas de la redacción le tocaba por turno.

No exagero mucho al decir que casi pierdo el avión. Gobierno militar de turno. Llegamos con Marlú temprano como para no correr riesgos. Pero en épocas en que había que viajar en un Falcon con la mitad de la patente tapada, resultaba más que sospechosa una pareja que se aproximara a la estación aérea en un modesto Citroën, por más que fuera un 3CV. Hube de apelar a toda clase de referencias para finalmente ingresar en el hall. Con el ticket de abordaje, después, ya no hubo problemas.

Acerca de lo que vi y viví en este vuelo de prueba número 186 del 001 da cuenta el comentario que publiqué en mi página de Ciencia y Tecnología pocos días después. Y la rematé semanas más tarde cuando, luego de haber volado, se me ocurrió esta pregunta: ¿cómo hicieron los franceses, inventores del metro, y británicos, custodios celosos de la yarda, del pie, la pulgada y la línea, para armar cada uno partes del avión y luego ensamblarlo para que todo coincidiera a la perfección?

Escribí a la British Aircraft (BAC) y recibí una respuesta que no me aclaró todas las dudas, las que sin embargo quedaban de hecho desterradas por la realidad: el Concorde, hecho mitad en centímetros, mitad en pulgadas, se comportaba a la perfección porque estaba bien hecho.

Buenos Aires - Rio de Janeiro en 95 minutos

El almanaque marca el 13 de septiembre de 1971. Menos mal que no es martes, sino un lunes.

Con Marlú, mi esposa y compañera de toda la vida, llegamos a Ezeiza temprano. Hace bastante fresco y casi no hay ningún alma en los halls, cuando me dirijo al mostrador de Air France para presentar mi invitación y acreditarme como pasajero del Concorde.

En el lapso para hacer tiempo hasta la partida, nos dirigimos a la terraza del edificio para ver cómo es el rara avis posado en la pista. Pero un soldado armado nos aleja con el argumento de que podríamos atentar contra la máquina. Vanos resultarían nuestros esfuerzos por explicar al uniformado que jamás atentaría contra un avión que abordaré minutos más tarde.

De regreso en el hall me encuentro con mis ocasionales acompañantes. Me entero de que la máquina, un prototipo experimental, tiene diez butacas. Dos estarían ocupadas por un representante de Sud Aviación, de Toulouse, Francia, y por un ejecutivo de la British Aircraft Corp. (BAC), las empresas asociadas para realizar este ambicioso proyecto.

Velo en Concord entre Buenos Aires y Rio de Janeiro
Certificado y tarjeta de embarque del vuelo de 1971

De las ocho plazas restantes, seis están asignadas al presidente, vice y altos ejecutivos de Aerolíneas Argentinas (candidato y posible comprador del Concorde, como por entonces se especulaba debido a la posición geográfica de Buenos Aires con respecto de Nueva York y Europa y la facultad de efectuar los vuelos supersónicos casi exclusivamente sobre mar abierto), y las dos últimas poltronas a otros tantos periodistas.

El autor de estas líneas participa como representante del diario La Prensa; el colega pertenece a otro matutino porteño, y el rubro al que habitualmente se dedica es la columna de Culto Católico. Ha sido designado en la redacción a dedo.

Desfilan entre tanto por mi mente recuerdos de viajes anteriores. Como por caso, cuando hacíamos la travesía a Río y de allí a Europa (hasta la década del ’50) en alguno de los grandes paquebotes, como el “Monte Sarmiento” (Hamburg Süd), el “Andrea C” (Armador: Giacomo Costa Fu Andrea) o los “Conte Grande” y “Conte Biancamano” (Italia/Italmar). Se demoraba de cuatro a cinco días desde la Dársena Norte, pasando por la rada de Montevideo y los muelles de Santos hasta la bahía de Guanabara; luego otros diez u once hasta Génova.

O cuando el vuelo inaugural del primer DC-7C (al que por su capacidad de atravesar los siete mares se lo llamaba Seven Seas, en alusión a las últimas dos siglas del modelo), en 1957, con Swissair: salida de Ezeiza, un martes a las 8.30; arribo a Carrasco (Montevideo), a las 9.20; a San Pablo, a las 13.15 y a Río a las 15.10, luego Recife y Dakar (¿bajamos también en Lisboa?) con destino final Ginebra (miércoles 17.30, después de 34 horas de vuelo efectivo, cinco escalas intermedias, todo un récord en comparación con el DC-6, que demoraba 36 horas).

Ahora nos aprestamos a volar a la doble velocidad del sonido. La máquina corresponde a la producción francesa, por lo que la tripulación también es de origen galo. A la derecha está sentado el célebre piloto de pruebas André Turcat, a la izquierda su tocayo André Defer; en total hay cinco tripulantes.

A bordo me enteraré de que se trata del vuelo de prueba número 186 de esta máquina, que lleva la numeración 001 (los prototipos eran el 001 y 002, francés e inglés, respectivamente; los de preproducción, 01 y 02, y los aparatos de serie serán los 1 y 2, y así sucesivamente).

El fuselaje es estrecho. El interior, oscuro. La estrechez no nos llamaba mayormente la atención porque por entonces apenas volaban los primeros Jumbo, DC-lO y Lockheed TriStar. Y un DC-4 o DC-6, o un Convair 340, y aún un DC-8 o Boeing 707 no ofrecían un fuselaje con mucho más espacioso.

Pronto descubro también a qué obedece la oscuridad: a lo largo del fuselaje, tapando las ventanillas, se encuentran alineadas las computadoras contenidas en armarios de los que se conocen en los vestuarios de los clubes deportivos para guardar la ropa. De tal manera, con este peso conjunto, se simula una carga comercial promedio (12.670 kilos, con una capacidad de 128 pasajeros maximum maximorum).

Los cuatro reactores Rolls-Royce se ponen en marcha. Por tratarse de un prototipo, el habitáculo tiene una insonorización bastante buena. Cada reactor Olympus 593 desarrolla un empuje de 15.800 kilos (un turboventilador de un Boeing 747 actual entrega 24.000 kilos; el superfan de un Boeing birreactor 777, desde 31.000 hasta 41.000 kilos; la turbina de un Gloster Meteor generaba 1.400 kilos).

Con una suspensión de largo recorrido carreteamos para tomar cabecera y despegar.

Ezeiza queda atrás, Brandsen, La Plata y enseguida el río color de león. Nuestros anfitriones se apresuran en explicar que no viajaremos por la ruta más breve sino mar afuera, para no incomodar a las poblaciones del Uruguay y del sur de Brasil con el “estampido” supersónico.

Estampido que, en rigor, no es tal. Es como un trueno continuo, ininterrumpido, que comienza cuando se atraviesa el límite de Mach 1, pero que se parece a un tronido instantáneo por la inmovilidad del observador en tierra (si éste acompañara al avión, el ruido sería un rugir incesante).

Este viaje es una delicia para cualquier aficionado y aún para cualquier profesional. Sucede que con tantas computadoras desplegadas en la cabina, hay muchos instrumentos disponibles para la lectura visual directa.

Voy anotando. Despegue con los posquemadores funcionando, que apenas a mil pies de altitud se desactivan. El ángulo de trepada es impresionante: 18 grados; imposible de mantenerse inicialmente de pie.

Pasan los minutos. Preguntamos con la mirada, y luego con palabras, cuándo será que alcancemos Mach 1. Nos recomiendan tener paciencia.

Entonces, después de ocho minutos, nos piden prestar atención. Estamos volando a Mach 0,93 (un reactor comercial común tiene una velocidad de crucero entre 0,80 y 0,85). Y, efectivamente, es como si el automovilista apretara el acelerador a fondo: los posquemadores se encienden de nuevo y rugen para atravesar en el menor tiempo posible la velocidad crítica Mach 1,0 y llegar a Mach 2.

Naturalmente, en el interior de la cabina nada raro se percibe, salvo el breve empuje originado en la acción inicial de los posquemadores. Pasamos a Mach 1 sin advertir nada en especial. Esto hará que en los aviones de serie, para obviar una catarata de preguntas por parte de los pasajeros, se instale en el frente de la cabina un display digital que indica la velocidad a cada instante.

Seguimos acelerando y trepando sin cesar. Casi doce minutos permanecen funcionando los posquemadores y en ese lapso ascendimos de los 7.000 a los 14.300 metros.

Luego, aunque en forma más lenta, continuamos subiendo y acelerando. A los 15.500 metros alcanzamos Mach 2. Han transcurrido 25 minutos desde el despegue, y avanzamos a más de 600 metros por segundo.

Del instrumental recogemos otros datos, además de la velocidad y la altura. Así, la temperatura de los bordes de ataque de las alas es de +94° C. Estamos volando en medio de un centro de altísima presión, con aire externo muy denso y muy frío. En vez de los -56° C de rigor que es el valor estándar del aire a esta altura, el termómetro indica -71° C. Pero por nuestra extraordinaria velocidad el calentamiento de las alas es de unos 165 grados, de donde resultan los +94° C de calor de los bordes.

Ultramoderno es además -para entonces- el sistema de navegación inercial, y el Concorde es la única aeronave comercial en utilizado.

Algunas impresiones del vuelo

A los 45 minutos la nave alcanza su velocidad y su altura máximas. Nunca antes ningún Concorde había volado tan alto y tan rápido como nosotros. Ello se debe a que en cada vuelo de prueba se incrementan los valores un poquito más.

Velo en Concord entre Buenos Aires y Rio de Janeiro
Tabla de velocidades del vuelo Buenos Aires-Rio de Janeiro

Aparte, el centro de alta presión y el aire frío y denso sobre el Atlántico proporcionan una mejor sustentación y una mayor potencia a las turbinas.

Según nos explican, ningún Concorde había alcanzado antes Mach 2,06 como nosotros, ni tampoco un techo de 55.000 pies (16.700 metros); a esta altura M 2,06 equivale a 2.183 km/h.

Miro por la ventanilla izquierda, una de las pocas que no están tapadas por un gabinete de computadora. Observo un cielo plomizo, casi nada azul, una Luna pálida, y a lo lejos la costa brasileña entre Porto Alegre y Río de Janeiro con algo que intuyo es… ¡la curvatura de la Tierra!

Un periscopio permite, además, observar el tren de aterrizaje para el caso de una falla.

Debido a la gran velocidad, el avión cimbra bajo el efecto del rápido paso por corrientes de aire debido a las vibraciones. Cada térmica que atravesamos es un ligero sacudón vertical.

Y, desde luego, lo más insólito: los pilotos navegan a ciegas. Las ventanillas delante de ellos están tapadas por la nariz articulada, que sólo se baja para despegar y aterrizar.

–¿Y cómo vuelan sin ver nada?– es la pregunta.

–¿Para qué habríamos de ver durante el vuelo supersónico, si igual no encontraríamos nada a estos niveles, ni tampoco podríamos esquivar un obstáculo?– responde Defer.

De pronto suena una chicharra. ¡Alarma! Todo el mundo controla febrilmente los instrumentos. Tras accionar algunas perillas, el sonido se acalla.

Defer conduce con gruesos guantes. Es un ex piloto militar y explica su costumbre con que es mejor así, por si de repente se produce en el cockpit un cortocircuito y hay que manotear entre chispazos.

El sistema de navegación indica que, debido a los vientos cruzados a 74 millas náuticas del destino final, nos hemos desviado de la ruta prescripta en tres millas, hacia la izquierda.

Una hora y seis minutos después de despegar, el comandante quita potencia e inicia el descenso. Nueve minutos más tarde, a la hora y 15 minutos de salir de Ezeiza, alcanzamos la vertical Río, a una altura de 6.400 metros, planeando a Mach 0,7.

Hora y 31 minutos: sale el tren de aterrizaje. El morro basculante también está bajo, y los pilotos no pueden ver hacia adelante. El comandante aterriza mientras el copiloto le va cantando la altura.

Puesto que el Concorde carece de flaps se utiliza el mismo planeador como tal, que se aproxima a la cabecera con un ángulo de incidencia de 17 grados. Los pilotos atisban apenas la pista, y el empuje mantenido es muy alto para conservar la sustentación necesaria.

Toque suave, carreteo y frenado. A la hora, 35 minutos y 10 segundos el avión se detiene.

Durante el almuerzo posterior, en el restorán del aeropuerto El Galeao, nos enteramos que hemos establecido aún otro récord.

La capacidad de los tanques de combustible (líquido que se bombea constantemente entre los cinco recipientes para adrizar el avión) es de 67 toneladas. Dado el breve trayecto a cubrir, la máquina salió con 57 toneladas, y se estimó que se gastarían 33 toneladas. Pero el frío reinante, la buena sustentación y la gran eficiencia de los motores como resultante del aire frío y denso han hecho que sólo se consumieran 30 toneladas. De modo que aterrizamos con 3.000 kilos en exceso, más allá de lo previsto.

Durante el crucero supersónico el consumo de cada uno de los cuatro Olympus es de 5.600 kilogramos/hora, aunque en el descenso disminuye a unos 1.600 kilos (un Jumbo 747 de las versiones corrientes quema aproximadamente un litro de kerosén por turbina cada segundo, como promedio, o sea apenas la mitad).

Nos enteramos también -mejor dicho, se lo comentamos a Defer, quien ignoraba el detalle- que todo el combustible pasa detrás del borde de ataque de las alas, para enfriar éstos y a la vez para ser precalentado antes de su inyección en las cámaras de combustión.

Esa misma tarde, nuestro grupo emprende el regreso a Buenos Aires. Después del vuelo de hora y media a la ida, el viaje de vuelta nos parece interminable, máxime habiendo en el vuelo regular de Cruzeiro do Sul dos escalas, en San Pablo y en Porto Alegre. Por la noche, tarde, llegamos a destino, Aeropuerto de Ezeiza.

Tanto Aerolíneas Argentinas como otras compañías aéreas grandes del mundo comenzaron a analizar, a partir de entonces, la conveniencia de incorporar el Concorde a sus rutas intercontinentales (la idea había nacido en Francia como proyecto Super Caravelle).

Pero el verdugo del Concorde ya estaba al acecho. Era el Boeing 747-100 y 747-200, que había comenzado a operar el 21 de enero de 1970 para PanAm, entre Londres y Nueva York.

La relación entre el Jumbo y el Concorde era como la fábula del conejo y el erizo: por más que el conejo se apurara y corriera, cuando llegaba ya lo estaba esperando el erizo (que no era, desde luego, el mismo, sino siempre otro, pero aparentemente sí el mismo por su gran parecido).

Igual este caso: por más que en vuelo el Concorde le sacara ventaja al Jumbo, cada tres horas, a más tardar, debía aterrizar para reabastecerse, mientras el Jumbo seguía volando.

Cuando, el 21 de enero de 1976 (exactamente un lustro después del Jumbo, ¿por cábala?), el Concorde entró en servicio regular, las cartas ya estaban echadas.

Inicialmente volaba a Bahrein y Teherán, a Caracas e inclusive a Australia, y hasta se pensó en una línea a Río. Pero en definitiva sólo sobrevivió el tráfico aéreo entre Londres y París, por un lado, y Washington y Nueva York, por el otro.

Providencialmente estas capitales están separadas por menos de 6.000 km de distancia, lo cual está dentro del radio de acción de Concorde con su consumo de combustible de 22,5 ton/hora.

Rescatemos un récord en esta ruta: en 1993 un Concorde de British Airways voló de Londres a Nueva York en 2 horas 54 minutos, cubriendo los 5.586 km a un promedio de 1.917,5 km/h. Lo gracioso de este servicio: el avión sale de Londres a las 10.30 y arriba a Nueva York a las 9.20, siempre hora local. Esta circunstancia permite transportar a Nueva York exquisiteces tales como croissants y baguettes recién salidas del horno en París esa misma mañana, para su consumo en los cafés de moda de la Quinta Avenida.

En total se fabricaron 16 unidades del Concorde. Incluyendo los dos prototipos 001 (francés) y 002 (inglés) y de preserie 01 y 02. Los 16 aparatos fueron usados en vuelos regulares y charter tanto por British Airways como por Air France. Algunas de las primeras máquinas ya están en museos o sirven de banco de repuestos.

Los aviones en servicio difieren de los prototipos en algunas de sus medidas y su capacidad (la configuración típica de la cabina quedó fijada en 100 butacas). Esto conspiró contra el rendimiento comercial del Concorde que en el tramo Londres-Nueva York consumía unas 68 toneladas de kerosén. Porque si bien un Jumbo quema en este segmento algo más de 100 toneladas, transporta de tres a cuatro veces más pasajeros (aparte de mayor carga).

Sin embargo, el esfuerzo del Concorde no ha sido en vano. Por un lado ha demostrado una confiabilidad total (el único accidente se debió a factores externos). Por otra parte ha de ser padrino de aviones supersónicos (SST) de la nueva generación, ya dotados de turbinas más silenciosas y económicas y hecho con materiales de avanzada, de mayor tamaño, que verosímilmente sí podrán competir mano a mano con el Jumbo y congéneres.

¡Ah!, y queda como ejemplo de la historia técnica de la humanidad que la mitad de cada máquina era hecha en Francia, cuna del sistema métrico decimal, y la otra mitad en Inglaterra, custodio del anacrónico sistema de pulgadas, pies y yardas – y, sin embargo, cuando las piezas se ensamblaban, ¡todo encajaba a la perfección!


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